En la historia social de los 40 años de democracia hay una generación poco iluminada: aquella que nació sin derechos como niñas, ni como mujeres y que atravesó parte de su infancia y adolescencia en dictadura. Aún cuando en sus familias no hubiera víctimas directas del terrorismo estatal, esos niños y niñas percibían que algo turbio ocurría, algo sobre lo que muchos mayores no conversaban. Las escuelas eran parte del silencio instaurado. Por temor, por negación o por falta de herramientas, docentes en estado de shock, el 24 de marzo de 1976 cuchicheaban entre sí, pero no conversaban con sus alumnos. De eso no se hablaba, o se hablaba poco y de manera imprecisa.
En tiempos de escasos vasos comunicantes entre el mundo adulto y el de la niñez, estos niños y niñas encontraron un remanso de inteligencia crítica en Mafalda, la historieta de Quino que llegó al mundo en 1964 y que formó parte de las bibliotecas de muchos hogares argentinos. Había una nena que no esperaba a los reyes magos sino el diario, que escuchaba la radio y comentaba las noticias frente a sus azorados padres, que apuntaba el dedo índice de su mano derecha frente a un globo terráqueo, advirtiéndole que así no. Una niña que miraba a los mayores a veces con compasión, otras con ternura, otras con indignación. Siempre tensando la capilaridad de la imagen y de las ideas ofrecidas a primera vista. Siempre expresando aristas alternativas.
En los años setenta, los libros de lectura de la escuela primaria enseñaban la letra M con la improbable frase: “mi mamá me mima”. Mafalda subrayaba el gris destino trazado para las mujeres confinadas al universo doméstico. Interpelaba a su madre mientras cargaba el lavarropas: “mamá, ¿qué te gustaría ser si vivieras?” Delataba también las injusticias de clase, y las sutiles expresiones de privilegios que se viven como irrenunciables. En una de sus tiras, comenta con Susanita que le parte el alma “ver gente pobre”, Susanita dice que también a ella. Mafalda agrega que se necesita proveer techo, trabajo y protección social. Susanita responde: “¿para qué tanto? Bastaría con esconderlos”. El contrapunto de lecturas sobre cada problema marcaba un posicionamiento ético y político. Con la tira, muchas niñas intuyeron que era posible construir una opinión propia y crítica, que era posible soñar con un cambio social.
En primera persona del plural
Mafalda fue inspiración y permiso para nuestra generación bisagra. Nos abrió la puerta a la mirada social, al humor como herramienta para iluminar los tonos grises que -tantas veces- adquiere la vida cotidiana. Nos mostró en sus viñetas que lo personal era político y que la injusticia era tarea de todos y de todas, incluso de las niñas. Inspiró nuestra sensibilidad feminista mucho antes de que conociéramos su significado.
Las Mafaldas de la democracia ingresamos a la vida adulta con derecho a tener derechos.
¿Cómo fue la llegada de la democracia para nuestra generación? Ingresamos a la juventud en plena “primavera democrática». Se inauguraba un tiempo de profundos cambios institucionales, con el paradigma de los derechos humanos como bandera, con derivas en la cultura, en los vínculos entre géneros y entre generaciones, en la vida cotidiana y en el mundo público. Transitamos 40 años de vida adulta participando de la democratización de la vida social. Muchas fuimos la primera generación de mujeres universitarias en nuestras familias, casi todas tuvimos formas de vivir la sexualidad y las dinámicas familiares insospechadas para nuestras madres y abuelas, expandimos nuestra autonomía en un mundo construido “a imagen del hombre”, intentamos maternar desafiando los modelos de origen.
Digo que fuimos una generación bisagra. Sé que hay infinidad de mujeres mayores y más jóvenes que discutirían esta premisa, asegurando que el cambio se ubica en su propia generación (las nacidas en los años cuarenta, en los noventa, o en cualquier otro tiempo). Sé también que hablar de generación esconde un sin fin de desigualdades estructurales y variaciones en las formas de vida. Aún así, me arriesgo a señalar un sentido epocal. Las biografías ocurren en escenarios singulares y cada generación de mujeres atravesó barreras determinadas, lidió con obstáculos específicos, conquistó territorios inéditos y se frustró frente a los huesos que no fue posible roer. Escapa a este breve ensayo profundizar en estos asuntos, tanto como definir con precisión los bordes de las Mafaldas de la democracia. Me limitaré a compartir un recorrido fugaz sobre algunos de los cambios que transitamos a lo largo de nuestras vidas, y sobre los asuntos pendientes y urgentes, a partir de una mirada feminista.
Con la democracia se lucha
Nuestras primeras movilizaciones masivas fueron con las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. En la Ciudad de Buenos Aires, el 10 de diciembre de 1981 se inauguró la Marcha de la Resistencia, una larga vigilia que comenzó el día internacional de los Derechos Humanos y finalizó al día siguiente. Año tras año, este encuentro se convirtió en una escuela itinerante de formación política para las adolescentes y jóvenes de aquellos tiempos.
Lo acompañaras o no, la campaña de Raúl Alfonsín, primer presidente de la post-dictadura, fue vibrante en la refundación de una mística instituyente. Alfonsín recitaba el preámbulo de la Constitución Nacional y prometía un bienestar ligado a los derechos políticos: “con la democracia se come, se cura y se educa”. Si aquella frase fundó “el régimen de los derechos humanos”, como lo llamó Ernesto Seman, las feministas corrieron los umbrales de este régimen para proclamar los derechos de las mujeres como parte de los derechos humanos. Nuestras antecesoras transitaron todo recoveco ofrecido por el sistema republicano para superar el oscurantismo de la dictadura en materia de familias, género y sexualidad.
Dos días después de la asunción del presidente radical, un grupo de feministas congregadas en la organización Lugar de Mujer, presentó los primeros proyectos de Ley por mesa de entradas del Congreso nacional. Uno pedía la ratificación urgente de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), aprobada en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1979. El otro, la igualdad jurídica de los hijos matrimoniales y extramatrimoniales. El 8 de marzo de 1984 se conmemoró por primera vez el Día Internacional de las Mujeres con una manifestación en el Congreso Nacional. Lo convocó la “Multisectorial de las mujeres”, una red de distintos grupos y organizaciones feministas creada en los últimos años de dictadura. Allí estuvieron nuestras maestras. Las más jóvenes todavía no habíamos ingresado a las filas del feminismo.
Los feminismos de entonces distinguieron dos tipos de demandas. Las primeras destacaron la necesidad de igualar los derechos y actualizar el marco legal a los tratados internacionales para lograr un “Estado moderno”; las otras se ocuparon de instalar temas “incómodos”, aquellos que no eran aún percibidos como cuestiones de orden político: la violencia contra las mujeres, los derechos sexuales y reproductivos, el aborto También, se luchaba por institucionalizar áreas estatales que se ocuparan de las cuestiones relacionadas con las mujeres.
En el terreno internacional, la agenda feminista expandió sus frutos a partir de la aprobación de la CEDAW. Los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos fueron reconocidos por la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, en 1989. La norma estableció el principio de igualdad y no discriminación, el interés superior de la infancia, el derecho a recibir información de todo tipo y a ser oído en todo asunto que trate sobre sus derechos y su bienestar, reconoció la autonomía de los niños y las niñas. En 1994, se aprobó la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (conocida como Convención de Belém do Pará). La reforma de la Constitución Argentina de 1994 otorgó jerarquía constitucional a estos y otros tratados de derechos humanos aprobados en el sistema intergubernamental (1).
Las Mafaldas de la democracia ingresamos a la vida adulta con derecho a tener derechos. Desde la mirada de género, éstos se ampliaron de manera profunda y extensa, aunque nunca lineal, en los últimos 40 años. Fueron tiempos de luchas y movilizaciones en los que se renovaron afiliaciones y reclamos. Desde el punto de vista legal, sus principales resultados fueron, en los años 80, el divorcio vincular, la patria potestad compartida y la equiparación de hijos de distintos formatos familiares. En los 90, la ley de cupo parlamentario (1991), la de violencia familiar y la Convención de Belém do Pará (ambas en 1996, Dora Barrancos subraya lo tardío de esta sanción). En los primeros 2000, se conquista el postergado reconocimiento de los derechos sexuales, reproductivos y no reproductivos. Se proclaman las leyes de salud sexual y procreación responsable (2002), Educación Sexual Integral (la ESI, de 2006) y una norma amplia para la prevención, sanción y erradicación de las violencias contra las mujeres más allá del universo doméstico (2009). En 2010, el marco normativo avanza en el reconocimiento de la diversidad sexual, con la ley de matrimonio igualitario y la ley de identidad de género (2012). La reforma del Código Civil y Comercial, de 2015, incorpora todos estos avances. Desde entonces, en las relaciones familiares ya no hay “potestad” sino “responsabilidades compartidas” entre personas gestantes y no gestantes para con sus hijos. En 2020, se consigue lo que quizás fue el derecho más masivamente militado desde la reinstalación democrática: la interrupción legal y voluntaria del embarazo.
Ya adultas, las Mafaldas trabajamos en la definición de normas, en su traducción en políticas públicas, en su monitoreo y exigibilidad. Recuerdo, por ejemplo, la primavera de 2006, cuando estaba en ciernes la escritura de un cuadernillo de educación sexual para el Ministerio de Educación y recibí la noticia de la sanción de la ley de ESI. Recuerdo rearmar el texto en pocos días para ingresar a imprenta dando cuenta de la auspiciosa novedad. También, los años subsiguientes, cuando desde la dirección de la oficina del UNFPA, pude acompañar la institucionalización del Programa ESI: las reuniones de equipos provinciales, los viajes para participar de las primeras capacitaciones masivas a docentes organizadas con el liderazgo de Mirta Marina y su luminoso equipo de profesionales. Recuerdo escuchar los temores de millares de docentes, registrar sus reflexiones, celebrar su permeabilidad cuando, después de atravesar un proceso formativo de altísima calidad, reconocían en la ESI la potencia de una pedagogía del cuidado.
A lo largo de este derrotero fueron muchas las plazas que transitamos. Las de la Memoria, Verdad y Justicia, cada 24 de marzo; las de los reclamos feministas, cada 8 de marzo. Desde 1986, comenzaron los Encuentros Nacionales de Mujeres, y año tras año fueron forjando un carácter plurinacional, diverso y masivo. Allí se discuten los temas cruciales, se amplían agendas y enfoques, se forman redes y se construye masa crítica. Allí, en 2003, se creó la Campaña por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito, se eligió el signo del pañuelo verde y se redactó el slogan que dió la vuelta al mundo: educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir.
Las Mafaldas trabajamos en la definición de normas, en su traducción en políticas públicas, en su monitoreo y exigibilidad.
“Ni Una Menos” fue un punto de inflexión. Aquel 3 de junio de 2015 llenamos las plazas del país hasta niveles inimaginables poco tiempo atrás, exigimos políticas urgentes y eficaces para luchar contra los femicidios y la violencia de género que no cesan. Pese a los innegables avances en el terreno legal y los programas que en distintas instituciones estatales se venían expandiendo, en 2022, se registraron 301 feminicidios de mujeres, niñas y transfemicidios y en los primeros 6 meses de 2023, 167.
De manera creciente, las plazas se llenaron de jóvenes y adolescentes, de mujeres del feminismo popular y villero, congregaron a distintas generaciones, territorios, inscripciones sociales, políticas y partidarias, en un cuerpo colectivo y plural. El reclamo por la legalización del aborto se volvió festivo: los cuerpos pintados, el glitter compartido con nuestras hijas, los pañuelos verdes y violetas, las murgas y fogatas: nuevas señales de esta impronta feminista.
En paralelo, la agenda redistributiva cobró protagonismo, entrelazándose con la del reconocimiento de derechos para las mujeres y diversidades. Los paros de mujeres alertaron sobre la escandalosa brecha de género en los ingresos que alcanza al 27,9% a pesar de los altos niveles educativos de las mujeres (6 de cada 10 graduadas universitarias son mujeres). También sobre la brecha de cuidados y su carácter económico: según datos del INDEC, el 91,6% de las mujeres participa de alguna de las tareas de cuidado, y sólo el 73,9% de los varones lo hacen. Nosotras invertimos, en promedio, 6,4 horas diarias, ellos, 3,2. El endeudamiento formó parte de las convocatorias de Ni Una Menos, el feminismo villero hizo visible su trabajo cotidiano para sostener a los vecinos empobrecidos en los territorios y para reclamar derechos asociados con el mismo.
Quedó claro que la expansión de derechos para las mujeres y diversidades no caminó al mismo ritmo que la agenda distributiva. Más bien, se consolidó en paralelo a un “capitalismo caníbal” (la expresión es de Nancy Fraser), un sistema que devora los cuerpos de las mujeres y los recursos del planeta, y deja al descubierto una sociedad que no ha logrado superar los críticos niveles de pobreza y desigualdad heredados de la dictadura militar.
El cuidado en el cruce de múltiples desigualdades
Una de las grandes paradojas de estos 40 años fue la imbricación que, en los hechos, tenía el régimen de los derechos humanos con otro, menos auspicioso: el de las desigualdades múltiples. El contrapunto que ¿no supimos, no pudimos, no quisimos? atender fue el de un marco normativo que generaba legítimas expectativas de acceso y protección de derechos, mientras el escenario social daba cuenta de evidentes brechas en el bienestar de los hogares y de las comunidades más rezagadas.
Antes de la dictadura militar, Argentina tenía 4% de la población bajo la línea de pobreza, al inicio de la democracia, la proporción alcanzaba al 25%. Desde entonces, atravesamos picos, valles y mesetas, pero la sociedad argentina no consiguió recuperar los niveles de bienestar promedio previos al período dictatorial. Lo que en la década de 1980, las jóvenes estudiantes de ciencias sociales supusimos como un techo en los niveles de pobreza, parece haberse transformado en un piso. Es así que, según el INDEC, en el primer trimestre de 2023, la pobreza alcanza al 40,1% de la población y afecta al 56,2% de los niños, niñas y adolescentes. Esto ocurre a pesar de tener uno de los niveles más bajos de desocupación de las últimas décadas (6,9%). Hoy, para las grandes mayorías, tener trabajo no implica contar con los recursos suficientes para el bienestar propio y de sus hogares. La riqueza pasó a concentrarse en unos pocos.
¿Cómo fueron los impactos de género de las sucesivas crisis que atravesamos? ¿Cómo los leímos? En el escenario hiperinflacionario de 1989, la trilogía desocupación, caída de ingresos reales e incremento de la pobreza recayó en la multiplicación de esfuerzos femeninos. En sus casas: las mujeres intensificaron las horas de trabajo doméstico, la continua búsqueda de precios al amparo del mantra de Lita de Lázzari (“señora, camine, camine, camine”) y el reemplazo de bienes por la producción doméstica. En sus barrios, organizaron ollas populares, comedores y espacios de cuidado infantil. La acción colectiva de las mujeres se extendió y multiplicó en las barriadas para hacer frente a la pauperización de sus hogares, las políticas sociales comenzaron a servirse de esa energía organizativa y de esa fuerza de trabajo, a la que consideraron voluntaria sin nunca reconocer su aporte real. UNICEF habló del “ajuste invisible” para referirse al crecimiento del trabajo femenino, María del Carmen Feijoó (en la primera investigación que acompañé como joven socióloga) definió a las mujeres empobrecidas como “alquimistas en la crisis”. El proceso fue interpretado como una respuesta al retiro del Estado o, más precisamente, al cambio de orientación de las políticas sociales desarrolladas por el Estado neoliberal de finales del siglo XX.
La categoría de “cuidado” permitió aglutinar agendas, como dice Karina Batthyány, entre la economía, la ética, la definición de “trabajo” y los derechos. En el cruce de estas anchas avenidas, al despuntar el siglo XXI empezamos a estudiar la imbricación de cuidados y bienestar. No por casualidad sino por la inevitable sincronía entre la experiencia vital, las preocupaciones académicas y las aspiraciones políticas, la indagación sobre la organización social y política del cuidado fue el tema que elegí para mi tesis doctoral, desarrollada mientras criaba sola a mi hija y trabajaba como coordinadora de programas de género en distintas oficinas de Naciones Unidas (UNICEF, PNUD y el UNFPA).
¨Las mujeres malabaristas, sostenemos con nuestra presencia y nuestros cuerpos el punto ciego del bienestar¨.
Herederas de los debates sobre el trabajo reproductivo de los años setenta, y de las discusiones sobre los regímenes de bienestar que llegaban desde el norte, las Mafaldas avanzamos la agenda del cuidado desde América Latina, la región más desigual del mundo (2). Mientras tanto, algunas encarnamos un sujeto social propio del tercer milenio: las mujeres malabaristas, sosteniendo con nuestra presencia y nuestros cuerpos el punto ciego del bienestar.
Con la pandemia, el cuidado perforó la agenda de las políticas públicas. En 2020, el flamante Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad (que en paz descanse) invitó a un grupo de especialistas a redactar un anteproyecto de Ley para crear un Sistema Integral de Cuidados. El proyecto “Cuidar en igualdad” buscó crear una arquitectura de corresponsabilidad en la provisión de cuidados, con amplia participación estatal y del sector privado, garantizar el cuidado como un derecho y aliviar la sobrecarga de trabajo que pesa sobre las mujeres, en especial, sobre las más pobres. Y que no hace más que reproducir los nudos de las desigualdades socioeconómicas, étnicas y territoriales en un loop que aparenta ser infinito. Porque -se sabe- los hogares que cuentan con recursos para comprar cuidados, lo hacen. El resto, descansa en el agotamiento de las mujeres malabaristas. Es un círculo que estalla en vicios y malestares.
“Hoy, la familia de Mafalda sería pobre”, señaló Agustín Salvia, desde el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina en 2022, al referirse a la pauperización de las clases medias que se superpone a la pobreza estructural. Tan cierto como esto es que habitamos un mundo que cambió en múltiples sentidos, por ejemplo en las formas de organización de las familias y el mercado laboral. Muchos hogares tienen dinámicas y estructuras que difieren del de Mafalda: el 25% de los niños y niñas viven en hogares encabezados por mujeres, y éstos suelen ser más pobres que el conjunto de los hogares. En el 67% de los casos, las mujeres no reciben la cuota alimentaria de manera regular por parte del padre de sus hijos, y el 11% de estos hogares monomarentales saltean, según UNICEF Argentina, por lo menos una comida diaria por falta de dinero. Como mostraron Cavallero y Gago, las mujeres que encabezan hogares con hijos constituyen uno de los grupos más endeudados de la sociedad argentina. Malabares para organizar los tiempos del cuidado y del empleo, malabares para sostener la precaria economía familiar, malabares para alimentar vecinos y vecinas empobrecidos con recursos cada vez más escasos: hay aquí un tema urgente.
¿“Bastaría con esconderlos”?
A 40 años de reencauzar el sendero democrático, el régimen de los derechos humanos parece haber encontrado su curva más sombría. La esfera político-partidaria vio crecer la adhesión popular a un partido libertario en lo económico y conservador en lo social. La promesa de dejar atrás los profundos problemas económicos despertó una inmensa expectativa entre amplios sectores de la sociedad, al punto de obtener un apoyo contundente en las últimas elecciones.
Más allá de sus propuestas de sanear la economía -por la vía de un ajuste feroz-, se trata de un movimiento que discute la noción misma de derechos, que desconoce el terrorismo de Estado para alinearse con un discurso pre-democrático en relación con la violación de derechos humanos que tuvo entre sus consecuencias 30.000 detenidos-desaparecidos. Al mismo tiempo, niega la existencia de brechas en los ingresos de las mujeres respecto al de los varones, descree del femicidio y de la violencia de género como un rasgo estructurante de relaciones de poder. Niega, incluso, el cambio climático como efecto de la acción humana. Los movimientos conservadores acechan contra los derechos sexuales, el aborto y la educación sexual integral, bajo la consigna “con mis hijos no te metas” (flagrante negación de los derechos de niños, niñas y adolescentes). ¿Qué lugar tendrán estos temas en la agenda de gobierno y de qué modo serán delimitados por las movilizaciones sociales? ¿Late la amenaza de dinamitar el terreno de libertades y derechos conquistados en estas cuatro décadas? ¿En qué medida las generaciones desencantadas, las jóvenes hartas del malestar económico pero tocadas por la “marea verde” participarán de las mismas?
Dos días después del 40° aniversario de la recuperación democrática, el 12 de diciembre de 2023, se anunció el primer plan recesivo de la era libertaria: una profunda devaluación acompañada con ajuste del gasto público. Se quitan subsidios, se achica la planta del empleo estatal, se congelan planes vinculados con el sostenimiento de la economía popular (el salario social complementario), se dice “contener a los caídos” mediante el aumento del valor nominal de la Asignación Universal por Hijo y de la Tarjeta Alimentar. Se admite que las medidas repercutirán en la pérdida de empleo y en el valor de los salarios reales, es decir, en la disparada de los índices de pobreza.
¿Quiénes pagarán el ajuste? 10 millones de personas se alimentan cada día en comedores comunitarios. Hay, según el ReNaCom, 34.782 comedores y merenderos en los que trabajan 134.449 personas. Entre las cocineras, hay mujeres que “heredaron” el comedor de sus madres y abuelas, sumando hasta tres generaciones de trabajadoras comunitarias. Si “con la democracia se come” es gracias a la energía organizativa y a la inversión de tiempo y de trabajo de las mujeres que gestionan y cocinan de manera voluntaria o por un mínimo ingreso en sus comunidades -ingreso asociado al Salario social complementario que se congelará hasta diluirse devorado por la inflación-. ¿Qué destino tendrán los comedores en tiempos de ajuste? ¿Se seguirá proveyendo alimentos a las organizaciones o se derivará todo el apoyo a la AUH -para hogares con menores de 18 años- y a la “tarjeta Alimentar”? ¿Se reconocerá un ingreso digno para las cocineras, como propone el proyecto de Ley para su reconocimiento salarial, presentado en mayo de 2023 en la Cámara de diputados por La Poderosa y otras 35 organizaciones sociales?
Los anuncios del 12 de diciembre dan un mensaje contundente a la sociedad: se sostienen las políticas destinadas a los individuos mientras que se busca erosionar la amalgama de lo colectivo. Replegar el bienestar a los confines de los hogares, desarmar la trama social, como inspirados en el ideal de la cándida Susanita, que prefiere “esconder a los pobres”. ¿Acaso será posible prescindir de la organización colectiva para sostener la alimentación de los sectores empobrecidos?
Pasado, presente y futuro
La generación de las Mafaldas vivió en carne propia la discriminación pero también la conquista de espacios y oportunidades; recorrió paso a paso las disputas y los avances en torno a los derechos; refundó experiencias vitales frente a las generaciones anteriores y observó la novedad que llegaba de la mano de las más jóvenes. Cabalgó entre la era analógica y el mundo digital, entre el ideal del amor romántico y el del poliamor, entre los confines domésticos como destino inapelable para las mujeres y la plaza pública.
Las conquistas de derechos y libertades nos reunieron en espacios de formación y debate, existen sólidas redes que nos congregan alrededor de cada tema de agenda que iluminamos. Hoy somos miles las y los docentes de todo el país que trabajamos la ESI en cada nivel educativo; decenas las universidades que sumaron diplomaturas y maestrías que abordan cuestiones de género y feminismos; cientos de activistas y académicas que pensamos, investigamos y luchamos por políticas de cuidado.
En paralelo, atravesamos numerosas crisis económicas, nos indignamos al constatar que la emergencia social se convertía en vida cotidiana, los humedales en negocios inmobiliarios, la vida en insumos para la multiplicación de ganancias de grupos concentrados.
Celebramos cuatro décadas ininterrumpidas de democracia pero nos encontramos en medio de un laberinto. Nos alerta la sombra de la historia, que indica que aquello que se augura como un trago amargo -pasaje indispensable para refundar el bienestar, se dice- en la experiencia nunca logró alcanzar ese propósito. Nos preocupa la ideología del descarte (el eufemismo que llama “caídos” a los empujados hacia el abismo por decisiones de política fiscal), nos duele la posibilidad de ver crecer a las nuevas generaciones entre balaceras y vouchers educativos.
Las incertidumbres nos invitan a recrear alianzas del modo más transversal posible, y continuar trabajando por un horizonte fundado en la ética del cuidado. No será fácil, pero si de algo estamos seguras las Mafaldas de la democracia es que nada de lo obtenido llegó por acción del viento, sino por el trabajo sostenido de movimientos sociales con agenda, estrategia y lucha.
Una versión previa de este texto fue publicada en el Dossier por los 40 años de la democracia. Revista Electrónica del Consejo de Derechos Humanos. Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires.
Notas:
1. Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (1948), Convención Sobre la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948), Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial (1963), Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica (1969), Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y su Protocolo Facultativo (1976), Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1976), Convención Internacional para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (1981), Convención Contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984), Convención sobre los Derechos del Niño (1990).
2. Entre las autoras latinoamericanas de este giro conceptual, se encuentran, entre otras, Karina Batthyány, Valeria Esquivel, Corina Rodríguez Enríquez, Luz Gabriela Arango, Laura Pautassi, Juliana Martínez Franzoni, y quien suscribe.
Fuente: revistaanfibia