Es la primera cooperativa de trabajo de Latinoamérica nacida en una cárcel. Insertos en el mundo textil, se reinventaron en pandemia: ya hicieron 400 mil barbijos y elaboran 1200 camisolines por día. Muchos de sus integrantes provienen de talleres clandestinos.
Una sinfonía mecánica suena en el taller de la cooperativa Kbrones. Proviene de las overlock que trabajan afinadas. La orquesta de siete costureros no da puntada sin hilo en la tarde diáfana de Barracas. Las agujitas bailan un eterno sube y baja sobre la tela virgen. El gran final del concierto textil es a todo trapo. Nace el inmaculado camisolín.
En otro ambiente del taller, los compañeros de la “coope” doblan pilas y pilas de prendas blancas y radiantes: “Imagínese que estamos sacando del horno unos 1200 camisolines por día para el kit sanitario, que viene también con cofia y cubrebotas. Somos un relojito”, saca pecho Daniel Yedro y continúa, parsimonioso, con la faena del plegado. El morocho del barbijo verdeamarelo con el escudo del Sportivo Pereyra se gana el mango desde hace cuatro años en este proyecto autogestivo pionero en su especie: la primera cooperativa de trabajo de Latinoamérica nacida en las entrañas de una cárcel.
Kbrones lleva diez años de historia sobre sus espaldas, desde su conformación tras los altos muros de la Unidad Nº 12 de Gorina en diciembre de 2010. En esta década de vida, el proyecto -erigido sobre los pilares de la inclusión y la reinserción laboral de las personas privadas de su libertad- exploró muy diversos rubros para mantenerse en pie: primero la marroquinería, más tarde lo maderero, y hasta el reciclaje. Desde hace un tiempo la muchachada le mete fichas al desarrollo textil. Dos años y medio atrás dieron su último gran golpe: lanzaron una marca de ropa, lo que les permitió seguir innovando en plena pandemia con diseños para los trabajadores esenciales que dan pelea al virus.
“Yo estuve preso –cuenta Daniel-, andaba en la mala, pensaba que la única salida era volver al pasado. Pero acá me dieron una oportunidad, una mano como en pocos lados te dan. Y aprendí muchas cosas: a ser una persona honesta, a mantener a mi familia, a tener un oficio, a tirar para el mismo lado con mis compañeros”. En su remera, el joven lleva tatuada una frase que repite como un mantra cuando llega al taller bien temprano: “Solos podemos hacer muy poco, unidos podemos hacer mucho”.
Yo volveré a las calles
La punta del ovillo de esta historia la conoce Julio César Fuque. Es uno de los padres fundadores de Kbrones y su actual secretario. “La semilla de la cooperativa fue una pregunta –explica Fuque, mientras ceba mate-. Qué hacer cuando uno recupera la libertad. Volver a lo mismo o elegir un nuevo camino son las opciones. Pero para tener una nueva vida tenemos que capacitarnos, aprender un oficio. Si antes usábamos las manos para destruir, ahora tenemos que aprender a usarlas para crear y producir”.
En 2009, después de una larga temporada en el infierno de Sierra Chica, Fuque había llegado a Gorina, penal de régimen abierto, para cumplir la última parte de su condena: “Con un grupo chico de compañeros, le planteamos al Servicio Penitenciario que queríamos aprender oficios y también ir a la escuela. Herramientas básicas si uno quiere tener oportunidades afuera”. Arrancaron con dos talleres: refrigeración y marroquinería. “Me enganché en los dos. Hacíamos unos monederos muy chiquitos. El profe nos decía: ‘con una máquina a pedal y una lonja de cuero, se pueden ganar la vida’. Tenía razón.” Con el pasar de las clases, dominaron el arte del cuero. Forjaban cinturones, portamates, carteras, morrales, billeteras. De ese grupo de esmerados aprendices nació el proyecto de forjar algo más: una cooperativa. Julio César confiesa que no fue fácil. ¿Qué será fácil en la cárcel? “Nada. Tuvimos que pelear contra la burocracia y las trabas del sistema, no nos callábamos, peleábamos por nuestros derechos. Por eso el nombre.” Kbrones empezó con siete socios. Hoy son 23.
De labia generosa –habla hasta por los codos-, Julio César era el vendedor que pateaba las calles y recorría ferias con los brazos llenos de cinturones confeccionados en la primera sede de Kbrones, cuando funcionaban en un galpón de González Catán. “Una cosa es producir y otra vender. Fue duro. Hasta tuvimos que hacer cirujeo y reciclaje para ganar unos mangos extra. Había que bancar la coope. Nunca bajamos los brazos”.
Transcurrieron tiempos bravos. Estaban casi besando la lona. Entonces decidieron reinventarse hacia lo textil: “Tuvimos un pedido grande de bolsitos que nos hizo Fecootra. Pasamos del cuero a la ropa de la noche a la mañana. Aprendimos a coser sobre la marcha”. Sus docentes fueron trabajadores que venían de talleres clandestinos: “Con lógica medio de choreo, onda campana, hacíamos guardia en la puerta de los talleres donde eran explotados. Cuando salían les contábamos del proyecto y los invitábamos a sumarse. Muchos forman parte de la cooperativa hasta el día de hoy. Kbrones es un espacio que da oportunidades. Inclusivo.”
Les fue bien con la ropa de trabajo. Camisas para colectiveros, overoles para la industria petrolera y hasta uniformes para Prefectura y vigilantes privados: “Sin berretines con esos clientes –guiña un ojo Julio César–, la pilcha es de primera calidad para todos”. En los años neoliberales de Macri, las importaciones chinas les restaron clientes y otra vez decidieron redoblar la apuesta. Sacaron su propia marca: “Con las crisis laburan mejor las neuronas. Empezamos a hacer jeans, camisas, polleras. Todo a precios bien populares. En plena pandemia fue igual y resurgimos haciendo barbijos. Somos como el Ave Fénix. Esta empresa fue construida detrás de rejas y candados. Sabés cuántos muros tuvimos que tirar abajo… Es nuestra forma de ser libres.”
Sin cadenas
Jornadas carcelarias de 18 horas frente a la máquina. La paga era de un puñado de centavos por prenda. Así se ganaba la vida Clara Franco en un taller clandestino de Quilmes. “Miseria te daban. Acá es distinto. Primero porque somos compañeros. Y segundo, porque se escucha la voz de todos”, dice doña Clara, ojos sinceros de lince, y le da precisión al armado de una camisa. Con su hijo Diego trabajan codo a codo en el taller de costura. Él es especialista en zurcir puños: “Antes andaba a las trompadas con los patrones, que me explotaban. En Kbrones me siento bien, se labura a pleno y con libertad, pese a que mi vieja a veces me tira de la oreja”.
A pasitos de la “familia costura”, como los llaman, Elías Brito demuestra sus habilidades con la overlock, sacando mangas de camisolines a rolete. Es migrante, oriundo de la ciudad blanca de Sucre, en la vecina Bolivia. “Como a muchos de mis paisanos, me explotaban en un taller del Bajo Flores. Llegar a la cooperativa fue un cambio muy grande. Y algo más importante: acá se comparte el conocimiento”, reflexiona el chuquisaqueño, que sueña con volver a sus pagos para compartir un chicharrón de cerdo con la parentela.
En la sala de cortes surgen Pablo Vega y Carlos Aguirre, jóvenes manos de tijera. Vega, además, es el responsable de todo el proceso de producción. El corte y confección lo mamó de su vieja: “Ella tenía también una cooperativa y le di una mano de muy pibe”. Después se formó en moldería. Es especialista en alta costura y vestidos de novia. Pero se da maña para diseñar lo que le pidan. Es, también, el autor del best seller del año, surgido como necesidad y respuesta al contexto urgente: “El barbijo lo saqué al toque. Ni lo dudé, veníamos mal y había que reciclarse por la pandemia. Ya vendimos como 400 mil.”
Antes de la despedida, los muchachos de Kbrones imaginan un 2021 con proyectos y mucho trabajo: “Alquilamos un galpón más grande enfrente y nos donaron máquinas para aumentar la producción. La idea es seguir peleando y dar oportunidades como siempre. Si la pandemia cierra puertas, nosotros las abrimos”, corean Fuque y Vega, antes de posar para el fotógrafo de Tiempo elevando los dedos en V. ¡Hasta la vacuna, siempre! «
Puentes
Julio César Fuque comenta que un compañero de celda les dio las bases del proyecto autogestivo. Pero el puente con el mundo cooperativo lo construyó Marita Suárez, una promotora psicosocial que tenía contacto con la Federación de Cooperativas de Trabajo de Argentina (Fecootra). «Una vez afuera, conseguimos un subsidio para comprar máquinas, la matrícula y ellos nos prestaron plata para alquilar un espacio. Agarramos viaje».
Fuente: TiempoAr